Cuando él nació, en su barrio, las disputas se resolvían a navajazos; el que no vendía “papelas” las compraba o ambas cosas a la vez; la miseria y la violencia era pan para hoy y también para mañana. Sus padres le educaron para ser respetuoso, moral y trabajador, su infancia fue un continuo de casa al colegio y del colegio a casa, sin participar en los juegos violentos o en las riñas entre bandas.
Muy joven empezó a trabajar para aliviar la economía familiar y poder
pagarse los estudios. Con el tiempo y mucho trabajo, consiguió acabar
una carrera y colocarse en un banco, donde su seriedad y eficacia no
pasaron desapercibidas, siendo premiado con diversos ascensos.
Finalmente, fue recompensado con la dirección de la sucursal que el
banco tenía en su barrio.
Mejoró las instalaciones, amplió ratios y engrosó los beneficios; hasta que llegó la crisis que borró de un plumazo las esperanzas de un barrio obrero, tras los despidos y cierres. La morosidad de la sucursal alcanzó cotas históricas y cuando tuvo que responder, a pesar de que los insultos y las lágrimas anegaban su despacho por igual, el pulso no le tembló y firmó ejecuciones hipotecarias y desahucios a diario.
Hasta que un mal día, tras el desahucio de una ancianita, querida en todo el barrio, se montó una manifestación espontánea a la puerta de la sucursal. Intentó, en vano, explicar a la multitud que no tenía otro remedio y que tenía atadas las manos por la central.
Una piedra voló por el aire y con el fragor de la discusión no la vio venir, impactando contra su sien y derribándolo en el acto. El silencio se apoderó de la multitud que se fue dispersando lentamente, quedando nuestro protagonista tirado en el suelo, con su cabeza rota en un charco de sangre y la vida escapando por él, cumpliendo el que, de siempre, había sido su sino.
Mejoró las instalaciones, amplió ratios y engrosó los beneficios; hasta que llegó la crisis que borró de un plumazo las esperanzas de un barrio obrero, tras los despidos y cierres. La morosidad de la sucursal alcanzó cotas históricas y cuando tuvo que responder, a pesar de que los insultos y las lágrimas anegaban su despacho por igual, el pulso no le tembló y firmó ejecuciones hipotecarias y desahucios a diario.
Hasta que un mal día, tras el desahucio de una ancianita, querida en todo el barrio, se montó una manifestación espontánea a la puerta de la sucursal. Intentó, en vano, explicar a la multitud que no tenía otro remedio y que tenía atadas las manos por la central.
Una piedra voló por el aire y con el fragor de la discusión no la vio venir, impactando contra su sien y derribándolo en el acto. El silencio se apoderó de la multitud que se fue dispersando lentamente, quedando nuestro protagonista tirado en el suelo, con su cabeza rota en un charco de sangre y la vida escapando por él, cumpliendo el que, de siempre, había sido su sino.
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