Quizás esta historia sucedió en Qūnkatu, en el año 1177, o quizás nunca sucedió y sólo sea producto de mi imaginación.
Saíd recuerda, mientras prepara dos caballos, cómo en primavera fue asignado a la guardia del Caíd, Abu Beka, y cómo éste
le encomendó la misión de la protección de su hija Zaida, siendo todo
un honor tal distinción. Hasta ese momento se consideraba un soldado
disciplinado y valiente y sus únicas preocupaciones eran, fuera de las
batallas, mantener su equipo y su cuerpo siempre preparados para la
acción, pero, desde el primer día de su nueva misión, algo cambió dentro
de él. Zaida era la mujer más bella que había conocido, destacando sus
grandes y oscuros ojos, eran tan negros que no parecían tener fondo y
que cualquier hombre se podría perder en esa mirada.
No podrá
olvidar, mientras viva, la primera vez que oyó su suave y cantarina
risa, y cómo una oleada de placer recorrió su cuerpo. Su mundo cambió de
epicentro y no estaba preparado para ello, pasó noches en vela
intentando ordenar sus ideas y emociones y sólo consiguió que ella se
anclara en todos y cada uno de sus pensamientos.
Zaida recuerda
lo apuesto que le pareció el guerrero que le puso su padre como
escolta, siempre con la mirada baja, intentando no mirarla a los ojos,
cómo en los días siguientes su cercanía la hacía vibrar de emoción y
cómo la ilusión fue creciendo en ella. Su padre la quería comprometer
con el Caíd de Toledo, hombre mayor y adusto, nada de su agrado; así que
cuando empezó a sentirse atraída por su gentil guardaespaldas tuvo
claro que ya no sería de otro hombre.
Durante las semanas
siguientes las distancias entre ellos se fueron acortando, tanto física
como emocionalmente. Ella no dejaba pasar ninguna oportunidad para tocar
ligeramente la mano de su guardián, ya fuera dejando caer, a propósito,
algún objeto en el mercado u olvidando pañuelos o alhajas durante sus
interminables paseos, permitiendo que su gentil hombre se lo acercara.
Al principio podía percibir el ligero temblor de la mano de él, pero con
el paso del tiempo a quién le temblaba la mano era a ella, cuando él le
empezó a responder con una leve caricia de sus dedos.
Para
Saíd, aquella noche marcará el principio de una nueva vida, se dirige
con otro caballo y otro uniforme de soldado al encuentro con su amada.
Sabe que si es interceptado su cabeza rodará al instante, por ello toma
todas las precauciones posibles llegando al portón de los jardines de
palacio cuando ya despunta el alba. Toca ligeramente la aldaba y el
portón se abre, saliendo su amada y abrazándose a él con pasión.
El 27 de julio, los desesperados conquenses, hicieron una salida, casi
suicida, atacando el campamento cristiano, dónde pernoctaban las tropas
que sitiaban la ciudad desde enero. Aprovechando el tumulto de la
refriega dos caballos salen de la formación y toman camino siguiendo la
hoz del Huécar, para, a continuación, perderse en dirección a la
serranía.
En este punto de la historia se pierde la pista de
los dos enamorados, quizás murieran antes del 21 de septiembre, cuando
la ciudad se rindió, por alguna enfermedad o en alguno de los ataques de
manganas y trabucos cristianos, o bien pudieran ser las dos figuras que
huyen de la ciudad, quizás fueran apresados por cristianos o quizás,
más tarde, por tropas musulmanas, pero no seré yo quien ponga límites a
la imaginación y bien pudiera ser que Zaida y Saíd lograran huir hasta
Valencia y allí consiguieran vivir su amor a orillas del mediterráneo,
con tranquilidad, siendo felices para siempre.
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