En un descampado en Chamartín vive, con otra
decena de personas, una pareja que se me acercó el otro día a pedir una
ayuda para comer. Ella trabajó en una fábrica hasta que la cerraron, lo
cual supuso apretarse mucho el cinturón, pero pudieron
seguir viviendo con lo que él obtenía en un pequeño taller de su
propiedad que consiguió levantar con mucho esfuerzo y jornadas
interminables, rehipotecando su casa e invirtiendo los pocos ahorros que
tenían. La situación, debido a la maldita crisis, se tornó
insostenible, todo eran facturas y ninguna entrada de trabajo, hasta
que, finalmente, el banco se quedó con lo poco que tenían: el taller y
el piso, hasta el coche tuvieron que vender. Se metieron, como otros
tantos, en un piso abandonado a medio construir. De allí fueron echados
por las autoridades, no quedando otro remedio que vagabundear, vivir de
la caridad y acabar durmiendo al raso en el descampado.
A pesar de
los pesares ambos continuaron sonriéndose, animándose y queriéndose,
sobre todo porque desde hacía unos meses ella estaba embarazada,
esperaban su primer hijo, la ilusión de sus vidas.
El otoño fue un
infierno, helando todas las noches y comiendo lo justo para no
desfallecer. La desesperación fue haciendo mella en ellos, no sabían que
hacer, a quién acudir, ¿qué pasaría cuando naciera su hijo, qué le
darían de comer, cómo le vestirían?
Una noche de diciembre ella se
puso de parto entre cartones y plásticos. Nació su hijo, sonrosado y
menudo y, tal y como habían acordado, no le pusieron nombre, sólo era su
“nene”.
Tras dos días de angustia él cogió al “nene”, lo envolvió
en un viejo chándal, depositándolo en una caja de cartón y llevándola al
portal de una iglesia, dejando allí a su hijo, sin poder mirarle, con
los ojos anegados en lágrimas y el corazón destrozado.
Aquella noche, en un descampado de Chamartín, sólo se oyeron los gemidos de María y José que lloraban por su “nene” perdido.
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