He
tenido que esperar poco, desde donde estoy veo aparecer a mi pareja de
esta noche, hubiera sido difícil no percatarme de su llegada. Lleva un
vestido blanco, de un blanco tan intenso que parece atraer la luz del
local y reflejarla incrementada. Se acerca, con una sonrisa encantadora,
y me da dos besos protocolarios; es la segunda vez que nos vemos, ayer
fue la primera y apenas estuvimos juntos una hora tomando unas cervezas y
charlando sobre cosas banales.
La
cena es agradable, entre bocado y bocado consigo hacerla reír con
anécdotas descabelladas. Llegan los cafés y miro como su mano mueve la
cucharilla en la taza, poco a poco subo por su antebrazo, hombro y
cuello, hasta cruzar con su mirada. Entonces la miro como se debe mirar a
una mujer: con intensidad, entrega y devoción. Tuerce ligera, y
coquetamente, sus labios diciéndome: “si sigues así me vas a asustar”
La
señal ha sido inequívoca, así que paso a la acción y cojo sus manos con
las mías con un movimiento suave de caricia, al mismo tiempo que cambio
la mirada a “modo ternura”. La última muralla cae y sólo tengo que
acercar mis labios a los suyos, primero con un beso etéreo, apenas
imperceptible y cargado de promesas, para, a continuación, entregarle
mis labios como si me fuera la vida en ello.
Tras
largos minutos de leves caricias, miradas intensas y eternos besos pone
suavemente una mano en mi mejilla y, con suave voz, me dice: “¿Dónde
has estado escondido hasta ahora?” Entonces una sonrisa angelical brota
en mi rostro, y, mientras mis ojos ponen “mirada de gatito”, contesto:
“Te estaba esperando a ti”
Poco
después salimos del local con mi mano en su cintura y su cabeza sobre
mi hombro. Unos metros más allá la giro hacia mí y la beso con pasión.
Noto que algo cambia, su respiración se vuelve entrecortada, su cuerpo
tiembla ligeramente y su contacto se vuelve muy íntimo, como si se
quisiera fundir conmigo.
El
camino hasta mi apartamento más parece una competición de tresmil
metros obstáculos que un paseo. Cada esquina, farola o escaparate supone
un obstáculo de deseo, de intercambio, de fusión de dos almas que se
atraen irremediablemente. Cuando, finalmente, llegamos puse un par de
copas mientras ella lanzaba su escrutadora mirada alrededor.
Sólo
hubo tiempo para un primer trago, nada más sentir el ardiente y
benefactor líquido en nuestras gargantas nos lanzamos a una cruenta
batalla en desvestir al contrario mientras nuestras manos, labios y
dientes herían de placer al otro.
Tengo
que, humildemente, reconocer que perdí el control o, para ser más
exactos, y en contra de lo que suele ser habitual en cada uno de los
aspectos de mi vida, dejé de tenerlo y durante muchos minutos fui un
muñeco de trapo en sus manos. No porque me sintiera utilizado, ¡para
nada!, me hizo sentir como un gran príncipe al que la mujer más
maravillosa de la tierra dedicaba todo su esfuerzo para hacerle sentir
el más alto placer ¡y vaya si lo consiguió!
Cuando
ya, agotados, nos unimos en un intenso abrazo y mis caricias aplacaron
la fiera que había en su interior percibí que mi visión era ligeramente
borrosa, como si una tela blanca flotara sobre nuestras cabezas.
Y entonces lo supe, tuve la absoluta certeza de que…
¡¡el verdadero color de la pasión es el blanco!!
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