Noche gélida de otoño, salgo a la calle poco
abrigado llevado por la prisa y los nervios del momento, en la mano una
bolsa de basura y en su interior… ¡No! ¡No debo pensar en el contenido!
Tengo que hacerlo y cuanto más pienso en ello peor me
siento. Me acerco al contenedor de basura y miro alrededor… nadie, pero
un leve movimiento en una ventana me pone alerta y me giro, continúo
calle arriba, lejos de las miradas de vecinos o conocidos. Cuando me
siento seguro me acerco a otro contenedor, abro la tapa y echo una
última mirada al bulto de la bolsa antes de arrojarlo en su interior. El
frio y la tensión me hacen castañear los dientes, acelero todo lo que
puedo el paso para regresar a casa. Ya en el interior del portal me
detengo un momento con el corazón acelerado, pensando en lo que he
hecho, con remordimientos, justificaciones… Subo las escaleras
lentamente, arrastrando los pies, como si mi cuerpo pesase el doble.
Entro en casa y me acerco a la luz que apenas ilumina el rostro de mi
mujer que me mira y pregunta – ¿Lo has tirado?, asiento débilmente con
la cabeza. Se levanta, me abraza y, susurrando, me dice –Verás que esta
vez sí puedes, dejarás de fumar, has hecho bien en tirar el tabaco que
te quedaba.
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