La mujer se internó en la espesura del bosque.
Tal y como mandaba la tradición de la tribu, llevaba en una mano la
piel que le había dado su madre y en la otra el cuchillo que le había
dado su hombre. Cuando llegó a un pequeño claro, iluminado
tenuemente por la luna, se acuclilló y empujó con todas sus fuerzas,
una y otra vez, gimiendo por el esfuerzo y por el dolor, mientras su
cuerpo se cubría de sudor, sintiendo cómo su ser se desgarraba y
chorreaba líquido y sangre.
Al notar que ya estaba fuera la
cabeza, metió sus brazos entre las piernas y, con un último empujón y un
grito que pareció un aullido, cogió al ser que acababa de salir de
ella, depositándole sobre la piel extendida.
Consternada pudo
comprobar que era una niña. Maldijo a la naturaleza y maldijo a los
dioses por no haberla concedido un varón. Ahora estaba obligada, por la
ley de la tribu, a matar a su hija con el cuchillo que llevaba para
cortar el cordón que aún la unía a ella.
La ley de la tribu
mandaba que cualquier mujer que trajera al mundo una niña y ya tuviera
otra debería matarla por el bien de todos, se necesitaban hombres para
cazar y toda familia debía tener un varón, llevaban varias generaciones
con penurias debido a la escasez de animales y una boca más que
alimentar aumentaría la agonía de la tribu.
La mujer acercó el
cuchillo al cuello de la niña y, en ese momento, ocurrió, lo que no
tendría que haber ocurrido, que la niña abrió los ojos y la miró. Un
gemido escapó por su garganta y las lágrimas de sus ojos, retiró la mano
asesina y cortó el cordón, envolviendo a la niña en la piel y
abrazándola con fuerza.
Tras unos momentos de desesperación
acabó su agonía y, en su rostro, se dibujó una expresión de
determinación. No podía volver con los suyos, así que diseminó sangre
por el claro como si una fiera la hubiera atacado y se internó en lo más
profundo del bosque.
Durante los meses que siguieron varias
mujeres fueron al claro del bosque y tuvieron allí a sus hijos varones o
a sus primeras hijas, hasta que una noche, una mujer volvió a gemir y
maldecir su suerte y cuando iba a matar a su hija una mano amiga y una
gran sonrisa la detuvieron. La mujer, con una luna creciente dibujada en
su frente, le contó cómo llevaba meses sobreviviendo en el bosque con
su hija y que ella se encargaría de cuidar y criar a la suya también y
que no permitiría que muriese ninguna niña más por la ley de los
hombres.
Desde entonces, y durante generaciones hasta que la
ley cambió, entre las mujeres de la tribu, circuló la leyenda de las
Mujeres Luna, aquellas que, siendo hijas de la tribu, salvaban a las
niñas, viviendo en lo más profundo del bosque por sus propios medios y
con las ofrendas de alimentos que, siempre que podían, les llevaban las
mujeres de la tribu.
Cuando la luna estaba en cuarto creciente,
se podían oír sus cánticos sobre la fuerza creciente de las mujeres.
Los hombres de la tribu jamás llegaron a oírlas, ya que, a la misma vez,
todas las mujeres de la tribu también cantaban, resultando inexplicable
ésta costumbre, como tantas otras, para los hombres que las miraban,
cada vez más a menudo, como a seres extraños.
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