Soledad… Qué bonita palabra cuando es buscada
para la creación, investigación, meditación..., llega a ser placentera y
productiva. Pero cuando ésta no es deseada se convierte en una losa que
nos aplasta y fulmina.
Hoy día, la más común de las
soledades es la causada por el aislamiento emocional, que puede ser
voluntario o no. La soledad escogida suele tener sus raíces en nuestro
inmediato pasado y me remito al dicho: “prefiero estar solo que mal
acompañado”, suele ser un intento de desconexión para eliminar la
angustia y los desencantos sufridos. La soledad no escogida se deriva
del sentimiento que tenemos de no tener a nadie con quien contar, que la
gente que nos rodea no nos conoce de verdad, consecuencia de no tener
una o varias figuras de apego o, teniéndolas, no es recíproco o no lo es
con la intensidad que nosotros deseamos.
A veces, nos podemos
sentir solos, incompletos, a pesar de estar rodeados de cariño y afecto,
por no reconocerlo y evaluarlo correctamente. Suele suceder después de
alguna experiencia traumática o compleja, en la que no nos hemos sentido
suficientemente apoyados por nuestro entorno, nos ha faltado la
fortaleza de poder asumir la situación nosotros mismos y al buscar dónde
apoyarnos sólo hemos encontrado el vacío, la desidia, cuando no el
abandono. En estas ocasiones, somos nosotros mismos los que
inconscientemente provocamos esa desconexión para no sentir angustia y
lo que en realidad ocurre es que la promovemos más.
Hay quienes
abogan para este tipo de situaciones en volver al interior, en quererse
más a uno mismo, en un reconocimiento de nuestro yo interior y real,
sin matizaciones sociales, para, una vez conseguido esto, volver al
exterior reforzado y poder querer a los demás.
No estoy
completamente de acuerdo con este criterio, ya que, sin un control
preciso, se puede traducir la situación a una exacerbación del egoísmo
innato en el ser humano. Así, como en tantos otros aspectos de la vida,
me parece esencial el equilibrio, en emparejar adecuadamente verbos: dar
y recibir, hablar y escuchar, aceptar y comprender… y en utilizar
tantos otros que tenemos a mano en nuestra relaciones con los que nos
rodean: querer, acariciar, implicar, sentir, confiar… En definitiva:
simbiosis con otros seres humanos.
Tenemos que comprender que
la solución está en nosotros, que de nuestra actitud se va a derivar la
retroalimentación que recibiremos. Debemos tener gente a nuestro
alrededor en la que confiemos, con la que nos sintamos seguros y
protegidos, aliviados y comprendidos, pero para ello otras personas se
deberán sentir así porque nosotros lo somos, a su vez, para ellos.
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