viernes, 30 de julio de 2010

En lo más alto

“Subir, seguir subiendo”

Las piernas, doloridas por el esfuerzo continuado, apenas me sostienen. Cada paso supera al anterior en dificultad: piedras sueltas que ruedan, aristas afiladas que dañan, huecos traicioneros que aprisionan.

“Subir, seguir subiendo”

El aire frío corta la respiración, los labios ya no se sienten, están hinchados y agrietados. Las sienes están a punto de estallarme, siento el latido del corazón cerca de la frente, vuela cual caballo desbocado y hace rato que la vista se me está empezando a nublar.

“Subir, seguir subiendo”

Otro compañero ha desfallecido y se ha precipitado al vacío. Su cuerpo golpea con ruido sordo primero y, después, como si de un muñeco de trapo se tratara, sigue cayendo como movido por el viento hasta que desaparece. Entonces vuelvo a gritar al resto de compañeros…

“Subir, seguir subiendo”

La cima de la colina está cerca, las manos destrozadas y sangrando aún se aferran a la seguridad de los salientes. Un último esfuerzo y por fin vemos al enemigo. Todos a una gritamos y, con la energía que da la desesperación, nos lanzamos sobre ellos como bestias salvajes; aporreando, cortando, hiriendo… la sangre, que no distingue a unos de otros, lo salpica todo; gritos de dolor y muerte… El silencio se hace presente y nos miramos, apenas quedamos un puñado de hombres que parecen bestias desaliñadas ungidas de color rojo.

Anian, el más joven, con su cabellera rubia ondeando por el gélido viento, su mirada intensa y una sonrisa burlona en su rostro se acerca y, mientras entrecruza su mano con la mía, dice: “Lo hemos conseguido, pero a qué precio”

No quiero responder ahora a eso, ya será tiempo de contar las bajas, llorar por los amigos y casi hermanos perdidos y honrarlos como es debido. Así que me limito a asentir levemente y, tras echar una última mirada a la desolación que reina a nuestros pies, le digo: “Haz la señal convenida para que nuestro ejército pase ahora por el desfiladero” 


viernes, 2 de julio de 2010

Amanece en el acantilado

Telmo, sentado en una roca al borde del abismo, levanta la vista al percibir el débil resplandor que surge por el nublado horizonte, y piensa que su vida ha sido así siempre, un cúmulo gris apenas horadado, en algunas ocasiones, por débiles rayos de luz.

El sentir y recordar, el recordar y sentir se torna en dolor, la angustia que le atenaza el pecho apenas le deja respirar. Las gotas de sudor frío caen a través de los surcos que durante tantos años el aire marino ha cincelado en su rostro. En sus ojos, vueltos al pasado, se forma la figura de aquella adolescente de largos cabellos al viento, de ojos oscuros y mirada profunda, sus labios carnosos entreabiertos en una dulce sonrisa, que se acerca y le coge de la mano. El solo roce con su piel le hace estremecer y le invade la ternura…

A su espalda nota el suave susurro de la hierba al ser pisada. Se gira levemente y observa la pequeña figura que se acerca, apenas una niña a punto de dejar de serlo, casi un perfecto reflejo de aquella adolescente de su juventud. 

Ella sonríe con ternura y le dice:

«Papá, vamos a desayunar»