viernes, 2 de julio de 2010

Amanece en el acantilado

Telmo, sentado en una roca al borde del abismo, levanta la vista al percibir el débil resplandor que surge por el nublado horizonte, y piensa que su vida ha sido así siempre, un cúmulo gris apenas horadado, en algunas ocasiones, por débiles rayos de luz.

El sentir y recordar, el recordar y sentir se torna en dolor, la angustia que le atenaza el pecho apenas le deja respirar. Las gotas de sudor frío caen a través de los surcos que durante tantos años el aire marino ha cincelado en su rostro. En sus ojos, vueltos al pasado, se forma la figura de aquella adolescente de largos cabellos al viento, de ojos oscuros y mirada profunda, sus labios carnosos entreabiertos en una dulce sonrisa, que se acerca y le coge de la mano. El solo roce con su piel le hace estremecer y le invade la ternura…

A su espalda nota el suave susurro de la hierba al ser pisada. Se gira levemente y observa la pequeña figura que se acerca, apenas una niña a punto de dejar de serlo, casi un perfecto reflejo de aquella adolescente de su juventud. 

Ella sonríe con ternura y le dice:

«Papá, vamos a desayunar»

1 comentario: