jueves, 4 de febrero de 2016

De mis ojos resbalan lágrimas

Aún recuerdo aquella noche con nitidez. Estaba en mi pequeño apartamento, recién alquilado, cuando oí diversos gritos que parecían provenir del apartamento de al lado. En un primer momento no les di importancia, parecían la típica discusión familiar, pero aquello empezó a subir de tono y escuché varios golpes. En el momento en el que salía de mi apartamento, para intentar parar aquello, escuché un portazo y un hombre mal encarado pasó como un toro a mi lado. Me acerqué a la puerta del apartamento vecino y vi que estaba entreabierta, la empujé suavemente y pregunté si iba todo bien. Desde dentro contestó un grito de dolor que me puso los pelos de punta, así que entré y me dirigí a la habitación. Pude ver, sobre la cama, a la tenue luz de una simple bombilla, la diminuta figura de una joven que me miraba con estupor, tras un rostro parcialmente desfigurado por los golpes y, entre sus piernas arqueadas, una gran mancha de lo que parecía sangre sobre las sábanas. Ella dijo –¡mi niño!– y me di cuenta de lo que estaba pasando al mirar entre sus piernas, por allí asomaba, parcialmente, la cabeza de un bebé. Cogí el móvil para llamar a emergencias, pero ella me detuvo, pidiendo por favor que no llamara a una ambulancia o a la policía.

Tras mirar la escena nuevamente, y ver el lamentable estado higiénico en el que se encontraba la habitación, la cogí con suavidad entre mis brazos y la llevé a mi apartamento, dejándola sobre la cama. Ambos tuvimos suerte, el parto tuvo lugar sin problemas y fue rápido. Tras cortar el cordón, deposité al bebé sobre su pecho y su cara, a pesar de lo amoratada que estaba, radiaba de felicidad.

Los dejé descansar a ambos y me fui a comprar pañales y ropita para el bebé. Cuando regresé le estaba dando el pecho y, mientras lo hacía, me contó su triste historia.

Siendo adolescente, se enamoró perdidamente de un hombre mayor que ella y se fue a vivir con él. Al principio la trató como a una reina, pero poco tiempo después la empezó a maltratar, psicológica y físicamente, hasta la obligó a prostituirse para sacar dinero. Desde que se quedó embarazada el maltrato se acrecentó porque, le decía él, así no la iban a querer los clientes. La discusión de la noche anterior se produjo cuando ella se negó a tener relaciones con el cliente que él quería.

Estuve atento el resto del día y, en cuanto oí ruidos en el apartamento de al lado, llamé a la puerta. Al abrir le reconocí como el hombre que me crucé la noche anterior y, sin mediar palabra, le reventé la cara a puñetazos, hasta que me cansé. Cuando recobró el conocimiento le dije que como se volviera a acercar a ella le mataría, lentamente y con mucho sufrimiento.

Pocos días después, alquilé un apartamento más grande y nos trasladamos allí los tres. Yo había pasado ya los cincuenta y ella acababa de cumplir diecinueve, por eso, desde el primer instante, la consideré y la traté como si fuera mi hija. Me preocupé por su educación que había dejado a medias y, después, encontró un buen trabajo. Entre los dos criamos al niño que, para mí, fue hijo y nieto a la vez.

Hoy, veinte años después, los tengo a los pies de mi cama, mirándome con ternura. Me han diagnosticado una enfermedad neurológica irreversible que ya me impide valerme por mí mismo; así que les he pedido, rogado e implorado que me lleven a una residencia, donde no suponga una carga para ellos. Él ha llorado y con la voz entrecortada me ha dicho que eso es imposible, que él nunca me dejará sólo. Ella me ha mirado con mucha serenidad y, con una sonrisa en sus labios, ha dicho que, a pesar de que yo siempre la había tratado como si fuera su hija, soy el hombre de su vida, que se enamoró de mí desde el primer día y que me sigue amando con locura y que se le desgarraría el corazón si no estuviera siempre a mi lado.

De mis ojos resbalan lágrimas de felicidad.

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