miércoles, 13 de enero de 2016

Él y ella

Él, hacía tiempo que había pasado la segunda adolescencia que pasan muchos hombres más allá de los cuarenta, en la que, como si fuese imperativo de la naturaleza, unas caderas sensuales o unos pechos turgentes anulan su voluntad y control, disponiéndose a la caza como si su supervivencia estuviera condicionada a ese acto; reconduciendo su existencia, primero con pequeños gestos: comprando ropa nueva, adelgazando, moldeando su figura en el gimnasio… , siguiendo, a continuación, con una remodelación de su vida social: saliendo con amigos después del trabajo, apuntándose a cursos de baile o de escritura… ; llevándole todo ello a un destino inevitable de ruptura de su matrimonio y al distanciamiento con sus hijos, sólo paliado por sus encuentros quincenales.

Ella, se encontraba, recién pasada la época depresiva en la que cayó tras su divorcio con el ser apático, gandul e indolente, en el que se había convertido su marido, en una búsqueda de su propia esencia que la había colocado en la senda de la autoafirmación y el crecimiento personal, valorándose, intelectual, física y socialmente, en su justa medida, tras haber superado la sima en la que había ido cayendo durante años y de la que salió a flote gracias al salvavidas que supuso la, autoimpuesta, total dedicación a sus hijos.

Él y ella, cruzaron sus caminos una fría tarde de invierno, tras un leve incidente de tráfico, saldado con unos ligeros desperfectos en sus coches. Decidieron que, debido al mal tiempo, era mejor aparcarlos y rellenar el parte de accidente en la chocolatería cercana. Allí, una vez resuelto el trámite, pasaron la tarde, sin apenas ser conscientes del paso del tiempo, charlando sobre sus vidas. Al despedirse intercambiaron teléfonos por si surgiera algún problema con los seguros.

Ella y él, pasaron varios días pensando en el otro y en lo agradable que resultó aquella tarde y en el deseo de repetir la experiencia. Ya no recuerdan si fue él o ella quien llamó al otro para saber si había ido bien con el seguro porque, ella y él, desde entonces, se llamaron a menudo, se vieron y se reconocieron y, poco a poco, fueron creando una relación.

Él y ella, finalmente, vivieron juntos y disfrutaron de muchos inviernos pegado el uno a la otra, debajo de una manta, charlando, riendo, acariciándose y compartiendo todo aquello que les hacía felices.

 

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