He sido un espectador privilegiado de Semana
Santa Sevillana, decir que ha sido impresionante es decir poco. El
espectáculo de luces en los edificios y miles de cirios ardiendo
deslumbra a cada momento, la amalgama de colores de túnicas, uniformes,
trajes, mantos… parece una mezcla divina, el estruendo de sonido de las
bandas de música y miles de gargantas murmurando eriza la piel para, a
continuación, extasiarse con el silencio sólo roto por una vibrante
garganta saetera, aliñado con el intenso olor a incienso, vainilla y
flores, todo ello es tan inmenso que, a veces, los sentidos no son
capaces de abarcar lo vivido y te tienes que conformar con instantáneas
parciales.
Una de esas instantáneas, que no se borrará de mi
memoria, la capté en la Madrugá, en el tramo de la carrera oficial donde
me encontraba, cuando una joven y bella sevillana se levantó de su
asiento al hacer aparición la Cruz de Guía de la Hermandad de la
Macarena, anudó a la barandilla la medalla de la hermandad de un ser
querido, ya ausente para siempre, y así permaneció hasta que pasó el
último de los miles de nazarenos que componen esta hermandad.
Cuando paró el paso de Cristo de la Hermandad de la Macarena, el Cristo
de la Sentencia, para el relevo de costaleros (figura que ejemplifica
como pocas la entrega, pasión, esfuerzo, dedicación y trabajo en esta
Semana Santa), que salían agotados pero felices, levantó la mirada hacia
el Jesús de la Sentencia y, con la cámara, pude captar la devoción en
estado puro.
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