sábado, 4 de enero de 2014

Aela

Ella se llama Aela, la conocí en una pequeña isla de un archipiélago recóndito. Todo empezó, según me contaron después, cuando llegué a la isla en una pequeña barca. Estaba recogiendo mi maleta en el embarcadero cuando, al incorporarme, el pescador que me había traído se giró para guardar el remo y me asestó un tremendo golpe en la cabeza. La maleta y yo caímos al agua y, según dicen, se tiraron a por mí, salvándome, pero nadie reparó en la maleta… descanse en paz.

Lo primero que recuerdo es el despertar, me encontraba en una pequeña cabaña, sobre una destartalada cama, un terrible dolor de cabeza lo inundaba todo a excepción de un pitido constante en mis oídos. En la puerta, se recortaba a contraluz, la silueta de una mujer que, al oír mis movimientos, se dio la vuelta y se acercó, inclinándose y tocando la venda que cubría mi cabeza.

Su cara, ¡por Dios que rostro!, era angelical; bella, de una belleza terrenal; joven, pero de edad indeterminada; ojos verdes, profundos, limpios; labios carnosos, pero finos; pómulos ligeramente redondeados; piel morena, de ese color que da el estar al sol toda la vida; y un pelo largo y liso del color del ébano.

Me sonrió y ya jamás pude borrar esa sonrisa de mi mente. Empezó a hablar en un idioma que no entendía, pero me dio igual, la armonía de su voz me hipnotizó. Poco después, dándose cuenta de que no la entendía, me indicó por gestos que me levantara y me apoyara en ella para caminar.

Los días siguientes se convirtieron en una rutina: despertarme y ella estar allí, asearme, tomar un bocado y dar paseos con ella por la playa. El resto del mundo dejó de existir, el centro del mundo era Aela y yo giraba a su alrededor, entendiéndonos por signos y empezando a aprender palabras sueltas de su idioma.

Una mañana, al despertar, no estaba allí. Me volvía a doler la cabeza y en su lugar había un hombre de mediana edad que sí hablaba mi idioma. Me preguntó que cómo me encontraba y me dijo que había tenido mucha suerte, que poco faltó para quedarme en el sitio. Su charla no me interesó nada, sólo me interesaba saber dónde estaba ella, Aela. Se lo pregunté y, para mi consternación, me respondió que no había en la isla nadie como la persona que le describía. Me contó que al llegar a la isla recibí un golpe en la cabeza y que, desde entonces, había permanecido semiconsciente y desvariando. No sabían quién era y que yo no recordaba nada.

Me hundí en la desolación más absoluta, todo dejó de importarme, estaba sin recuerdos y me quedé sin alma, ella me la había robado.

Desde entonces vago de isla en isla, buscándola…



Cada noche atraco en una playa, las estrellas me cubren con su manto de luz mientras pienso en ella. El olor de su piel, sin perfume, me trae sensaciones antiguas que no puedo precisar, sigo sin recordar nada de mi pasado, pero eso me reconforta, sin ella para qué quiero un pasado, ni un futuro y mi presente debe ser alguna penitencia de maldades pasadas.

En la madrugada siempre despierto con la respiración entrecortada tras haber percibido su aliento en mi cara, como si volviera a acariciar mi frente. Cuando el sol aparece en el horizonte su cálida luz me reconforta y me da fuerzas para reemprender el viaje, empujado por la ligera brisa que trae a mis oídos su nombre, Aelaaaaaa…

A veces la veo en la lejanía corriendo por una playa, otras nadando en aguas cristalinas rodeada de peces multicolores, la siento en la piel y en el vacío del alma, la imagino, la sueño… Siempre, ante estas percepciones, acelero el ritmo del remo, hasta que, sudoroso y agotado, me quedo en calma recordando aquella vez que sació mi sed con agua de un arroyo, con sus manos como recipiente, tras lo cual sus dedos acariciaron mis labios limpiando las gotas perdidas y su sonrisa… su sonrisa, ¡Dios!, hacía nacer en mi interior ternura, pasión, devoción...

Ahora, como tantas otras veces, se cruza, en sentido contrario, una embarcación. Siempre me detengo y pongo en pie, ante la esperanza de verla allí. Mi corazón se detiene unos instantes, en la popa veo su figura, ¡es ella, estoy seguro!, no me ve, mi garganta queda paralizada y cuando consigo articular un sonido sólo un grito desgarrador sale de ella ¡¡¡Ahhhhhhhhh!!!, se aleja… ¡Aela! ¡Aela!... nada, los motores de la embarcación deben silenciar mis gritos… salto por la borda y nado en su dirección, acelero sin dar tregua a brazos y piernas, a cada bocanada de aire grito ¡Aelaaaaa!, el cansancio y la desesperación se apoderan de mí, hasta que, finalmente, mi cuerpo se rinde y me hundo… con los ojos abiertos pierdo el sentido pensando en ella.

Hay claridad tras mis párpados cerrados, una convulsión recorre mi cuerpo mientras mis pulmones, garganta y boca estallan en un surtidor de agua salada. Abro los ojos y allí esta ella, empapada, demoledoramente bella, con una sonrisa que me golpea profundamente devolviéndome el alma. Se inclina y me besa, con pasión y ternura… la abrazo de tal manera que nada ni nadie nos podrá separar jamás.


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